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Recuerdos de mi Infancia AUTOR: FELUZ

LOS LLOLLES

 

Amanece y todavía está oscuro, el gallo con su grito urgente nos recuerda que es hora de levantarnos. Me escondo debajo de las sábanas, tratando de retener esos últimos instantes de calor, pero el tiempo transcurre sin piedad, y al cabo de un rato mi padre se acerca con paso calsino a despertarnos, para asistir a la escuela. La mañana es hostíl en invierno e inunda el camino de escarcha y nieve en ocasiones. Cuando no llueve a cántaros y quedamos empapados de agua que corre por nuestros rostros de niño. Así es el sur dice mi padre, extremo en sus condiciones atmósfericas,  pero generoso en su belleza y exuberancia. Vivimos a orillas del lago Maihue, un lugar maravilloso donde se respira el aroma del bosque, y en el cual aún la mano del hombre no interviene en exceso. Es el mes de julio del año 60. Que lejanos son estos recuerdos de mi infancia, que lejanos y hermosos. Quien me iba a decir en esa época, que el hombre alteraría de tal forma el equilibrio de la naturaleza, que esas aguas color turqueza arrastrarían desechos regados por los mismos que la tierra parió con tanto dolor.

Recuerdo a mi madre calentándonos la leche para el desayuno con un trozo de tortilla que ella hacía al calor del fogón, aún siento ese aroma exquisito, aunque ella ya no esté conmigo. Engullíamos ese trozo de tortilla , silenciosos, masticando el trozo de sueño que nos faltaba. Nos poníamos las mantas, mitones y gorros que ella misma nos hacía con tanta ternura y partíamos lejos de casa, camino a la escuela. Nuestro camino no era en solitario, nos acompañaba a menudo un concierto de patos silvestres que nadaba en el lago, y uno que otro huairavo a lo lejos.

 

El  TERREMOTO

Un  domingo 22 de mayo de 1960 fuimos con mis padres y mis hermanos a la iglesia del lugar.  Ese día jamás se borraría de mi mente. De vuelta de la iglesia ibamos  con nuestros padres subiendo por un cerro empinado, cuando todo a nuestro alrededor comenzó a moverse de manera sorprendente. Mis padres nos abrazaron con fuerza,  y lloramos como nunca lo habíamos hecho, estupefactos ante la escena dantesca que estaba delante de nuestros ojos. La tierra se tragaba con furia todo lo que encontraba a su paso.  Era el fin del mundo, y lo único que yo quería era seguir agarrada a las piernas de mi padre.  Una ola  gigante se llevó de un zarpazo la iglesia y las carretas con bueyes parecían hojas de papel tragados por un gran gigante. De pronto rodamos por el cerro, y ya no ví más nada, sólo un largo silencio.

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