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LOS LLOLLES

 

Amanece y todavía está oscuro, el gallo con su grito urgente nos recuerda que es hora de levantarnos. Me escondo debajo de las sábanas, tratando de retener esos últimos instantes de calor, pero el tiempo transcurre sin piedad, y al cabo de un rato mi padre se acerca con paso cansino a despertarnos, para asistir a la escuela. La mañana es hostil en invierno e inunda el camino de escarcha y nieve en ocasiones. Cuando no llueve a cántaros y quedamos empapados de agua que corre por nuestros rostros de niño. Así es el sur dice mi padre, extremo en sus condiciones atmosféricas,  pero generoso en su belleza y exuberancia. Vivimos a orillas del lago Maihue, un lugar maravilloso donde se respira el aroma del bosque, y en el cual aún la mano del hombre no interviene en exceso. Es el mes de marzo del año 60. Que lejanos son estos recuerdos de mi infancia, que lejanos y hermosos. Quien me iba a decir en esa época, que el hombre alteraría de tal forma el equilibrio de la naturaleza, que esas aguas color turquesa arrastrarían desechos regados por los mismos que la tierra parió con tanto dolor.

Recuerdo a mi madre calentándonos la leche para el desayuno con un trozo de tortilla que ella hacía al calor del fogón, aún siento ese aroma exquisito, aunque ella ya no esté conmigo. Engullíamos ese trozo de tortilla , silenciosos, masticando el trozo de sueño que nos faltaba. Nos poníamos las mantas, mitones y gorros que ella misma nos hacía con tanta ternura y partíamos lejos de casa, camino a la escuela. Nuestro camino no era en solitario, nos acompañaba a menudo un concierto de patos silvestres que nadaba en el lago, y uno que otro huairavo a lo lejos.

 

El  TERREMOTO

Un  domingo 22 de mayo de 1960 fuimos con mis padres y mis hermanos a la iglesia del lugar. Nos pusimos nuestros mejores atuendos, como correspondía la ocasión. Mi mamá  me hizo la trenza maría, y me coloco esas cintas blancas que me compró cuando fue a Futrono. Me veía hermosa como la princesita de papá. Ese día jamás se borraría de mi mente.  Nos subimos a la carreta con bueyes, y partimos con destino hacia la iglesia. Recuerdo con la dedicación que mi padre y los lugareños la construyeron, palo por palo cepillando, clavando. Esa reunión en que todos ayudaban, la llamaban minga. Las señoras cocinaban en sus peroles cazuela, hacían papas cocidas con picante y a los niños nos quedaba la mejor parte. Jugar todo el día, hasta quedar exhaustos de tanto disfrutar. Me acuerdo que nos teñíamos con maqui la cara y las manos, y comíamos hasta reventar. Mi papá lo hacía chicha, y la bebían para calmar la sed.  De vuelta de la iglesia íbamos  con nuestros padres subiendo por un cerro empinado, cuando todo a nuestro alrededor comenzó a moverse de manera sorprendente. Mis padres nos abrazaron con fuerza,  y lloramos como nunca lo habíamos hecho, estupefactos ante la escena dantesca que estaba delante de nuestros ojos. La tierra se tragaba con furia todo lo que encontraba a su paso.  Era el fin del mundo, y lo único que yo quería era seguir agarrada a las piernas de mi padre.  Una ola  gigante se llevó de un zarpazo la iglesia y las carretas con bueyes parecían hojas de papel tragados por un gran gigante. De pronto rodamos por el cerro, y ya no vi más nada, sólo hubo un largo silencio. No  sé cuanto  tiempo ocurrió desde el momento que permanecí  tirada en el suelo.  Cuando desperté,  recuerdo a mi madre besándome la frente. Fue el beso más dulce que me trajo a la trágica realidad. El pequeño villorrio en el cual vivíamos había desaparecido. Lo que no se había llevado el lago, la tierra voraz se lo había tragado.  No había nada de pie, los árboles habían sido arrancados de cuajo y flotaban a lo lejos. Cuando pregunté por mi padre y mis hermanos, vi en mi madre  una expresión aterradora.  Mi mamá mintió diciéndome que estaban todos bien, pero yo sabía que algo grave había ocurrido. La gente deambulaba de un lado a otro  esperando encontrar  algún indicio de sus seres queridos,  pero no había más que muerte y desolación.

Desapareció mucha gente querida, y jamás se encontró rastro alguno.  Los LLolles pasó de ser de un lugar maravilloso , a ser un lugar melancólico y casi maldito.  Entre los desaparecidos estaba mi padre. Nos temíamos lo peor. Yo lloraba en silencio para que mis hermanos más pequeños no sufrieran, y para no mortificar más a mi madre todavía.  Con el rosario en la mano y los ojos perdidos, mi madre repetía una y mil veces el avemaría. Era demasiado para mi, en un momento creí que me iba a volver loca, mi vida sin mi padre me parecía vacía. Lo amaba demasiado. Pensé que hubiese sido mejor  haber partido con él. Recordé esa tarde de verano cuando salimos de paseo en un bote hacia un lugar llamado Hueinahue. Mi papá iba remando cantando unas tonadas que tanto le gustaban, y mi mamá iba sentada con mis dos hermanos detrás de él. Yo iba delante de él, dirigiendo la nave para llegar a buen puerto. Como en los cuentos  de pirata que él me contaba, yo me sentía la heroína, atravesando los mares para dar con los piratas que nos habían robado el tesoro. Porque no le dije nunca  que el era mi tesoro, lo más grande que yo nunca había tenido. Ese día me sentí la niña más feliz del mundo, no me faltaba nada, tenía amor de sobra.

 

LA BÚSQUEDA

Perdí mi norte en forma absoluta. Allegados donde unos conocidos que no quedaron tan afectados como nosotros,  estábamos con mi madre y mis hermanos.  La abracé con fuerza y desahogué mi corazón colapsado con tanta angustia. Mis hermanos se unieron al unísono y caímos desesperados en una lacerante angustia que nos rompía los huesos. Estábamos ahogados de dolor, porque ya habían pasado muchas horas  y no se encontraban ni rastros  de mi papá. Fue en ese momento que entró un hombre  de barba blanca y bigote que nunca había visto a la habitación y dijo que había encontrado a un hombre en la quebrada, que estaba muy mal herido, pero que estaba vivo.  Buscaba ayuda para traerlo. Se me iluminaron los ojos y sentí que ese hombre era un ángel, y que ese hombre mal herido era mi papá. Partieron los hombres en la carreta con bueyes, abrigados con sus mantas tras la huella del ermitaño. También fue la señora Emita que sabía mucho de sanación con sus yerbas milagrosas.

Fueron las horas más largas de mi vida. Ya no nos quedaba voz para rezar el rosario. Fue entonces cuando se sintieron unos gritos  que venían del cerro. Eran los hombres que venían con noticias. Me escapé de  las faldas de mi madre, y no hubo poder humano que me detuviera. Corrí con todas las fuerza s que tenía en mis piernas y como pude repté  por el cerro. Mi corazón latía tan fuerte, que era capaz de sentirlo en la boca. Pasaron mil imágenes por mi mente en ese momento de nuestro encuentro; sin embargo nada fue comparado con lo   que me esperaba. Cuando llegué a la carreta venía un hombre envuelto entre las mantas, cuando me acerqué, era el rostro de mi padre amoratado con esa expresión de calma que tenía en sus ojos, como diciéndome, todo está bien pequeña yo estoy a tu lado. He tenido momentos de felicidad plena, pero ese abrazo fue como estar en el cielo, hasta hoy se me pone la piel de gallina y se agolpan las lágrimas a mis ojos. De pronto me desvanecí en sus brazos con la sensación que había vuelto a la vida y sólo quería sentir su piel.

 

LA RECUPERACIÓN

 

Encontrar a mi padre fue un rayo de luz que iluminó mi corazón y el de todos los sobrevivientes del terremoto. La historia de su aparición se hizo leyenda en Los LLolles, y a muchos cientos de kilómetros. La gente le atribuía poderes especiales de sanación, porque no cualquiera vuelve de las mismas fauces del infierno. Lo visitaban personas con problemas de salud, y hasta gente que quería contactarse con sus seres queridos del más allá. Al principio era un poco extraño ver tanta gente queriendo verlo, pero después de un tiempo nos acostumbramos, y como no hay mal que por bien no venga. Fue así como pudimos sobrevivir ante la imposibilidad de mi padre de trabajar. Las personas traían gallinas, huevos, charqui, unos hongos muy ricos llamados changles, quesos, etc.

Yo me transformé en su sombra, y estuve a su lado durante todo el tiempo que estuvo en cama. Le colocaba los emplastos de romasa, le daba su té de melisa para que se relaje en la tarde, y mucho caldo de gallina para que recupere la fuerza. Lo más curioso de todo es que la fama de sanador de mi padre dio frutos; y comenzaron a pasar cosas sobrenaturales. Tal vez fue el auto convencimiento de la gente, la fe o como quieran llamarle. Pero a mi nadie me sacó de la mente nunca que mi padre generaba esa sanación, porque había estado cerca de Dios. Los ancianos llegaban adoloridos con dolor de hueso y se iban como nuevos. Las guaguas llegaban llorando, y al cabo de un rato dormían plácidamente. En fin nuestra vida se transformó en un verdadero milagro

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